Nacido en Logrosán (Cáceres)
Para situar la figura de Roso de Luna en la historia del pensamiento español hay que tener presentes varias líneas posibles a la hora de interpretar su voluminosa obra.
Una de ellas sería el espiritualismo no confesional cuyo cultivo siempre fue raro en una España dominada por el más arcaico de los clericalismo. Otra estaría situada en torno a la superación de la corriente positivista europea del siglo XIX. Corriente que en nuestro país apenas rompía entonces los moldes del dogmatismo social y cultural con la ayuda prestada por destacados intelectuales a distintos gobiernos republicanos, y cuyo esfuerzo les hizo ciegos a un panorama conceptual menos mecanicista que aparece cuando el progreso deja de entenderse como réplica a una sociedad teocrática y medieval.
Una tercera línea de interpretación vendría dada por su iniciación en el Gran Oriente Español en enero de 1917 en Sevilla y, quince años antes, a la entonces bastante conocida Sociedad Teosófica, muy extendida a pesar de los escándalos que desde un principio rodearon a su enigmática fundadora, la rusa H. P. Blavatsky. En particular sería del mayor interés contemplar el intento rosoluniano de presentar lo que genéricamente podemos denominar ocultismo o esoterismo desde esta perspectiva teosófica que no coincide con la del espiritismo de la época ni tampoco, a pesar de su parecido ritual e ideológico, con la de ninguna religión concreta.
Por otra parte, en su tiempo la masonería estaba demasiado ocupada en cuestiones sociales y políticas para potenciar esta dimensión espiritualista que él hará explícita al considerar la masonería como envolvente activo del núcleo iniciático de la misma que, según él, no es más que la teosofía tradicional, enfrentándose con frecuencia por ello a otros que tenían una visión más pragmática y coyuntural.
Cabría finalmente una lectura de la obra rosoluniana desde la crítica literaria del modernismo de fin de siglo y las modas orientalistas de muchos intelectuales españoles y europeos que confundieron con frecuencia la absenta, un quimono o un paisaje egipcio con el aliento de una doctrina tradicional.
Por ello resultaría curioso ver sus opiniones sobre diversos temas de actualidad -estamos de nuevo en un fin de siglo- pues nos sorprenderían por su congruencia y, desde luego, porque nos catapultan a una concepción de la vida donde el materialismo, el imperialismo y, en suma, el egoísmo, desaparecerían a favor de un reto personal a desbrozar el propio sendero, hacer camino al andar como decía el poeta, pues, según Roso, regeneración espiritual e iniciación son términos sinónimos.
Si nos preguntamos por las causas de que haya sido silenciado y marginado habría que decir que fue consciente desde muy joven que elegía el camino difícil y que en más de una ocasión iba a lamentar públicamente la falta de compensación que tuvieron sus acciones tanto como escritor como en cuanto astrónomo o arqueólogo, no digamos las dimanantes de su pertenencia a la sociedad teosófica y a la masonería. Al morir le pidió a su hijo que devolviera al Estado 300 pesetas que en 1912 le diera Ramón y Cajal desde la Junta para Ampliación de Estudios para llevar a cabo investigaciones astronómicas en El Bierzo. Esa cifra recogía el total de su débito con un país que en las Actas del mismo Parlamento dejó constancia del compromiso de compensar al sabio extremeño que tanta gloria había aportado a la ciencia patria y tópicos por el estilo.
En este punto habría que señalar alguna otra palabra que define a grupos y personas directamente enfrentados con el talante científico y no materialista que Roso representaba: Tradicionalismo clerical, tanto el popular y mamporrero como el jesuítico -en esto coincide con algunos del 98- y lo que entonces y ahora se llama “politiquerías” y contubernios varios.
Sus propuestas están muy lejos de cualquier suerte de doctrina con su jerarquía y sus administradores, sus sacerdotes y su feligresía, porque siempre mantuvo encendida la llama del librepensamiento ayudado por cierta sensibilidad al mundo de los sentimientos (la familia, por ejemplo) y del arte. "Jamás estamos, dice Roso en un artículo de 1921, absolutamente bueno ni completamente lúcidos" y por eso es preciso poner freno a quienes se consideren con cualquier clase de verdad absolutamente válida para todos. Este freno no es otro que el marcado por los derechos civiles orientados a las más altas cotas de libertad y de justicia.